Desde aquel «Una región ocultamente furibunda» hasta este «Literatura de penalidades y de naderías» han pasado muchos años, casi diez. No sé qué va a ser de mí cuando Javier Marías me falte, se ausente algún sábado de madrugada, que es cuando aprovecha, no él, sino quien le mantiene el blog, para subir a su web su artículo semanal.
Pero lo que le envidio a Javier Marías es su capacidad para producir artículos disidentes. Javier Marías diside. Conjuga de maravilla el verbo. Javier Marías provoca ira en el espectro de tuiteros e instagramers que pululan, obsesos, entre tuit y tuit, e historia e historia, por subir una opinión insustancial, penosa y en harina de nadería. Una bagatela francachela, una mierda inconsistente, tres argumentos sin chicha, algunas opiniones del común de los mortales, dos razones sin sentido, mucha frase hecha, sin juicios prejuicios y seso sin eso. Eso hacen cuando Javier Marías les enardece, les aviva el ánimo. O la malaleche; yo creo que les sube la malaleche e hierven. Y a mí todo esto me encanta. Disfruto, y tiro de frasecita hecha, como un marrano.
He leído protestas de escritores con selfis en su Instagram. Con muchos selfis en su Instagram. Argumentos de tipos modernos. Argumentos infantiles, tan manidos, tan faltos de arquitectura intelectual que no merecen ser reproducidos. Tampoco los iba a buscar. Los leí. Que eso valga.
A mí me gusta Marías, sobre todo, por su sintaxis. Sí, ríete. Es verdad. Nunca lo he dicho, y si lo he dicho, no lo había escrito. A mí también me gusta Marías por sus protocolos a la hora de producir escritura, savia periodística, maná léxico, pragmática pura. Por sus temas, por su disidencia, y por supuesto, por su cipotudez ¡divina! Javier Marías pica, les pica, y a mí, insisto, repito y grito, me encanta.
Y no te canso más, lector. Y no te digo más, sabio, pero te resumo por dónde van al menos los tiros de Javier Marías. Su último artículo lo resumiría con un tajante: ¡no saben escribir ficción! ¡No saben! Sí saben escribir, articular, usar los marcadores y los conectores, alguna locución adverbial, el punto y aparte y alguna palabrita mona, que no sola. Y es todo tan vano, tan penoso, con tanta nadería, que repele. Y había que denunciarlo. Hoy, brindo por ese magnífico artículo.
Decía que acababa, pero esto y ya está. Mirad, esta tarde no he visitado la biblioteca, como hago todos los viernes con mis hijos. Esta tarde hemos finiquitado el presupuesto que había en octubre para libros en la librería. Aquí he abierto al azar uno de los cuatro tomazos de cuentos de Chéjov, en Páginas de Espuma. Joder, qué gustazo. Y recordé de repente el artículo, el fogonazo del artículo. He aquí parte de la verdad literaria, que estaba construida, como me gusta decir, sobre una mentira, sobre algo inventado, creado casi de la nada: la ficción. Ahí no había vida de escritor, ni penalidad de escritor, ni nadería de escritor. Tampoco había lágrimas, ni las sombras de una existencia similar a la de cualquiera de los siete mil u ocho mil millones que habitamos el planeta. Qué aburrimiento. ¡Fuera! ¡Quiero ficción! ¡Queremos arte!
Rematé la faena proponiendo a mis alumnos de segundo de bachillerato el texto de Marías. Selectividad se nutre de artículos de El País, y aunque sea un artículo extenso, quería que se desfogaran con él. Y lo van a trabajar. Y van a esencializarlo y a detectar un par de rasgos de subjetividad y a terciar con algunas palabras y significados (al final del post detallo las cuestiones), y a que me digan, por ejemplo, qué significa «Qué crueles y qué cerdos» en el contexto del artículo; y más cosas. Todas chulas. Algunos se divertirán y a otros, se les abrirá del todo el seso, o eso espero. El buen seso, el que proporciona placer cuasi eterno.
Me divertiré corrigiendo sus respuestas, pero lo que de verdad me gustaría es que, de todas las vueltas que le van a dar al texto, consigan dotar a su juicio de criterio para seleccionar calidad literaria, buena literatura, la mejor literatura. Y eso, artista, ¿cómo se consigue? Mi método es radical, pero conforme crezco y acumulo lecturas, me resulta más sencillo, y discrimino con más acierto, pienso, porque la «calidad literaria» de cualquier libro que leo es calibrada, no por mí, sino por todos los libros que anteriormente he leído.
Y me preguntas que qué quiero decir. Es sencillo, mira. Si después de leer seis títulos, por ejemplo, de William H. Gass de repente tomas la decisión de leer uno de Ruiz Zafón, se te romperá la caja de cambios, es decir, lo leído en tu vida calibra lo que acabas de leer, lo recién leído. Si, por el contrario, no sales de Falcones ni de Halcones, no pretendas entender por qué Luis Rodríguez es savia. Y así todo.
Y claro que muchos libros merecen ser bestsellers. Sí, por supuesto. Hay algunos libros buenos que se merecen ser bestsellers. Ahí tienen a El guardián entre el centeno, por ejemplo, y a otros cientos más, pero en ocasiones, el hecho de que sean bestsellers, y ya te sabes el cuento, no significa que ofrezcan calidad literaria. Cada día estoy más convencido de que la calidad de un libro es subjetiva -¡déjate de formalismos rusos!-, sí, claro, pero está determinada por lo que previamente has leído en tu vida. Seguro que Garfunkel tenía más criterio que algunos de esos escritores que critican sin haber leído lo suficiente. Porque es moda esto de escribir sin antes haberse nutrido. Sí, es moda. Solo nos falta un artículo de Marías para terminar de refutarlo.
Y esto es, en realidad, lo que quería escribir. De la manera en que calibro lo nuevo que leo. Y no soy yo, ya saben, son ellos, los libros leídos. Y hoy Marías me ha ayudado.
Aquí tienen las preguntas que les he formulado a mis alumnos, por si se animan. El texto, ya saben, sobre el texto de la semana: Literatura de penalidades y de naderías.