Cómo descubrí a Antonio Ortuño; y me lo leí

Descubrí a Antonio Ortuño en un tren, en una tarde de julio, camino de Madrid y de Atocha y de la Cuesta Moyano. Hoy justo hace una semana. Acabaría en Aravaca pero eso es otro cuento. Descubrí a Antonio Ortuño, decía, en un podcast del programa de Manuel Sollo en Radio Nacional: Biblioteca pública. Pero no lo escuché entero; llegué a Atocha antes.

Reinicié la escucha del podcast completo en el hotel con cierta ansiedad, después de la ducha. Aproveché el trayecto hacia el camino de la Zarzuela veintitantos para googlear «artículos de Antonio Ortuño». Y leí, mientras recorría la M-30, «La Porkycracia”, por ejemplo; y me dije: «¡Aquí hay mena, nene!». Me parecía muy bien escrito, muy bien articulado, muy bien enladrillado porque describía con tantos bordes la realidad, bueno, el abuso denunciado, que no dudé en retuitear el artículo. Ipso facto! Ese artículo merecía más lecturas, por supuesto, todas las lecturas que pudiera alcanzar, como las ondas que fabrica una piedra lanzada al azar, en un lago, mi retuit. Había detrás un fino y preciso análisis del problema que trataba, el cinismo de los ricos.

Suelo… Si el escritor es periodista, o escribe en alguna columna, me gusta leerle algún artículo antes de decidir más. Y leí, y quise más, desde luego. Introduje «Antonio Ortuño» en Wikipedia y vaya, también resultó SER finalista del Herralde en 2007 con Recursos humanos. Fichado porque no está leído. Comenzaba la vereda «Ortuño» en mi paseos como lector.

Sí, lo reconozco. Lo primero que tengo que hacer ahora es reconocer que no hubiese escrito nada acerca de La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017) si no hubiese leído, y ya releídos, el primer y último relato de esta singular colección de buena escritura en torno a la autoficción literaria, y al yo literario, y a lo que me divierte leer. Y me refiero, en concreto, al primer relato, ‘Un trago de aceite’, y al último, ‘La Batalla de Hastings’, para mí, los mejores.

Los cuatro relatos intermedios también son espectaculares pero los dos que subrayo, o señalo, son los que capacitan a Ortuño ante mí como lector, los que, desde luego, certifican que no es un pelanas literario, ni una estafa, ni un bluf, ni una pompa de jabón brillante que desaparece en cuanto se hace. Ni una novedad que se hará vieja en dos días. No.

Y me pregunto, siempre me he preguntado por qué escribo de ciertos libros que me han gustado y no de otros libros que también me han gustado, qué es lo que colma que me decida a escribir aquí sobre un concreto libro. ¿Por qué escribo ahora todo esto de un tipo que descubro viajando hacia Madrid y que, al regresar de nuevo a Jaén, me «obliga» a ir —al día siguiente, muy temprano—, a la librería para llevarme el último ejemplar de La vaga ambición que quedaba y leérmelo en dos tardes de julio al son del ciclo de un ventilador S&P? ¿Por qué? ¿Qué tiene este mexicano para que me chiflara por su escritura desde el primer relato? Pues qué va a ser, payo, sino literatura.

De repente, lo que primero me llama la atención de los relatos de Ortuño fue la estructura. La composición de cada uno de los relatos era como un ciclo y un círculo perfecto. Los temas, dentro de él, se elevaban como a una especie de potencia. Si en ‘Un trago de aceite’ el padre del protagonista, y del propio autor, quiso premiarle porque había ganado con doce años el concurso de escritura del distrito, el relato acaba elevando aquel primer motivo a una potencia, como elevándolo al cubo: «Escribe esto un día. Un libro», dice Guadalupe. Me sedujo mucho, por qué no lo voy a decir aquí, la estructura de los relatos de La vaga ambición. Y siempre que hay brillo en la estructura, la disposición de los temas y de los protagonistas a lo largo de las historias hacen que el relato culmine y se encumbre entre el montoncito de lascas que se han desprendido mientras se escribía. Incluso en el último, en el de ‘la Batalla de Hastings’, donde además de construir con precisión hay creatividad sin límites y una entrega palpable de su autor, de no dejarse nada, de un vaciamiento real del artista sobre su obra, sobre estos magníficos trozos de texto.

Ortuño pone, da, otorga voz a quien soporta, a quien ofrece la otra mejilla. La escritura de su primer relato es en realidad una batalla, una lucha de los inteligentes contra el bruto y el animal, donde la «rendición» de Guadalupe es en realidad una victoria, y un arma futura. La literatura venga, desenmascara y otorga todo el poder al que fue más débil en la realidad. Esta es la ventaja de la ficción, esta es la venganza de la verdad sobre la mentira y el vicio de alguien que se sobrepasa con su poder. Es otra vez, ahora en sus relatos, la denuncia del cinismo del poder. El primer relato es edificante, perturbador también, claro, y aunque tenga que crecer y brillar desde ese sustrato miserable, desde esa miseria del comportamiento humano, desde el hombre, en realidad, Ortuño redime nuestra imaginación.

Y termino con algo que le leía ayer a Pron no sé dónde, pero donde citaba a Bernhard. Leí la cita y recordé este libro de relatos de Ortuño, bien merecedor del premio recibido, el Ribera del Duero: «Lo que necesitáis, jóvenes escritores, no es más que la vida misma, nada más que la belleza y depravación de la tierra.»

Ortuño pasa a constituir pieza clave de mi canon en relatos, en cuentos. Y lo hace con un libro de relatos ambicioso, que determina, qué duda cabe, que no sabe redactar, sino escribir, como bien señala en ‘La Batalla de Hastings’: «No vinimos aquí a redactar, damas y caballeros, bestias y diablos: vinimos a cortar gargantas.»

Lo recomiendo, por supuesto. Vayan a la librería a por Ortuño porque este escritor me ha demostrado que «escribir es inventar quiénes somos y por qué estamos en este campo sucio.». ¡Oh, sí!


El libro puedes adquirirlo en:

El podcast al que hago referencia es: La vaga ambición. Antonio Ortuño narra las miserias y frustraciones de los escritores en los relatos que le valieron el V Premio Ribera del Duero.

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