Nadie convence a nadie. Te lo advertía Walter Benjamin en Dirección única: «Convencer es estéril«. Las personas terminan convenciéndose ellas mismas, es decir, autoconvenciéndose. Te lo demuestra Rogers: «La persona tiene dentro de sí suficientes recursos para la autocomprensión, para modificar su autoconcepto, sus actitudes y su comportamiento autodirigido». Lo hacen después de un fracaso, de una victoria, de una lectura, de ver a otro, incluso después de besar. Para nada sirve argumentar. En todo caso, la argumentación solo es una semilla que se siembra en el otro, y que riega, si quiere y le da la gana, quien la recibe.
El martes santo aproveché y releí La casa de Bernarda Alba. El miércoles santo visité la biblioteca pública para ver cuáles habían sido sus últimas adquisiciones. Vi entre ellas El último hombre blanco de Nuria Labari y El plagio, de Daniel Jiménez. Me llevé las dos, pero empecé con ella. Seguía a Labari en Twitter, pero hasta ahí; no había leído nada suyo. Me gustaría, desde que he vuelto a reseñar con cierta regularidad, combinar las lecturas y las reseñas: una para Zenda y otra para Soporto Tropos y Glosas de Blumm. Una extranjera y otra nacional. A ver lo que duro.
Ya en casa con los libros, sucedió. Por eso este artículo. Abrí el libro de Labari y leí el texto que me llevó de inmediato a un fragmento del acto II de La casa de Bernarda Alba. Claramente estaban relacionados. Me gustó la conexión que tejió mi inteligencia. Yo no sé si esto es literatura comparada o no, pero me emocioné leer de distintas formas la idea dramatizada de 1936 con la de 1983, que estaba recogida en un libro de 2022.
Y ahora sería traición seguir glosando: «Convencer es estéril: nacer mujer es el mayor castigo porque los hombres nunca salen perdiendo«.
MAGDALENA.- Son los hombres que vuelven del trabajo.
Del acto II de La casa de Bernarda de Bernarda Alba (1936)
LA PONCIA.- Hace un minuto dieron las tres.
MARTIRIO.- ¡Con este sol!
ADELA.- (Sentándose.) ¡Ay, quién pudiera salir también a los campos!
MAGDALENA.- (Sentándose.) ¡Cada clase tiene que hacer lo suyo!
MARTIRIO.- (Sentándose.) ¡Así es!
AMELIA.- (Sentándose.) ¡Ay!
LA PONCIA.- No hay alegría como la de los campos en esta época. Ayer de mañana llegaron los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos.
MAGDALENA.- ¿De dónde son este año?
LA PONCIA.- De muy lejos. Vinieron de los montes. ¡Alegres! ¡Como árboles quemados! ¡Dando voces y arrojando piedras! Anoche llegó al pueblo una mujer vestida de lentejuelas y que bailaba con un acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar. Yo los vi de lejos. El que la contrataba era un muchacho de ojos verdes, apretado como una gavilla de trigo.
AMELIA.- ¿Es eso cierto?
ADELA.- ¡Pero es posible!
LA PONCIA.- Hace años vino otra de éstas y yo misma di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.
ADELA.- Se les perdona todo.
AMELIA.- Nacer mujer es el mayor castigo.
MAGDALENA.- Y ni nuestros ojos siquiera nos pertenecen.
PENTESILEA: Los hombres nunca salen perdiendo.
Christa Wolf en Casandra (1983), texto con el que Nuria Labari abre su libro El último hombre blanco
ARISBE: ¿Crees que no es salir perdiendo rebajarse al nivel de matarifes?
PENTESILEA: Son matarifes. De modo que hacen los que les divierte
ARISBE: ¿Y nosotras? ¿Y si nos convirtiéramos también en matarifes?
PENTESILEA: Entonces haremos lo que tenemos que hacer pero no nos divertirá.
ARISBE: ¡Tendremos que hacer lo que ellos hacen para demostrar que somos distintas!
PENTESILEA: Sí.
ENONE: Así no se puede vivir
PENTESILEA: ¿Vivir? Morir sí.
HÉCUBA: Niña, tú quieres acabar con todo.
PENTESILEA: Eso quiero. Porque no conozco otro medio para que los hombres acaben.