Si algo enseñan los años

Paso un rato con mi cuaderno un viernes por la tarde en la biblioteca junto a mi hijo de trece años. Es un placer adulto. Estamos sentados en la sala donde los ancianos y gentes desocupadas se pasan la mañana leyendo periódicos. Ahora no hay nadie. Es por la tarde. Bueno, sí, hay un chaval de unos treinta y tantos años del que siempre he intuido que está con una ventana al norte, empleando la expresión de uno de los títulos de Álvaro Pombo. Pienso que está como una chota. Te lo encuentras a cualquier hora, normal e intempestiva por cualquier calle de la ciudad. Siempre lleva ocultos los ojos con unas gafas de sol, dentro y fuera de los sitios. Va a paso tranquilo, decimonónico. Su figura es cerbatana, como la del fraile del Buscón. Ahora está detrás de mí, a un lado, pero cerca de mí. Si giro la cabeza hacia la izquierda podría encontrarme su mirada. Justo ahora acaba de girar su cabeza hacia la izquierda, observo con el rabillo del ojo, donde estamos mi hijo y yo. Espalda contra espalda. Mira como si hubiese leído que estoy escribiendo sobre él, pero es imposible, lo sé, me convenzo. No puede saber que ahora escribiendo sobre él. Pienso ahora en el Quijote. No sería la primera persona a la que se le va la cabeza, a la que se le seca el seso por tanto estudiar, por utilizar tanto los subrayadores color carne. Da un poco de pena este joven. Él no pretende ni aspira a dar pena, pero tiene un problema mental y no sabes cómo ayudarle. Bueno, si lo veo bien, ¡está con un libro en la biblioteca! Se está curando.

Pero me había sentado en esta mesa con mi cuaderno porque quiero que esta sea la primera de una serie de entradas y artículos que publicaré en el blog. Uno o un par semanales. Si hay gusto, incluso más. De alguna manera quiero recuperar la disciplina que tenía cuando publicaba artículos para “La contra de Jaén”. Deseo aplicarle a mi escritura el cincel y el martillo. Por eso le preguntaba a mi amigo Javier, que publica en el diario Ideal, cuántas eran las palabras que contenían sus artículos: 717. Fijo el objetivo.

Aunque me vaya por las ramas, regreso. Me gustaría alcanzar esas 717 palabras al menos, una vez por semana. Manuscritas, claro, ya escribo casi todo antes de manera manuscrita. Sin esa condición me cuesta escribir texto nuevo. En el ordenador no puedo. Quizá sea exagerado revelar que escribir con ordenador, tirar texto nuevo con él es un suplicio que se ha acusado con el tiempo. Es, hoy en día, una actividad que no puedo desarrollar. Todo debo esbozarlo antes con tinta sobre papel. Este problema ya lo expuse aquí alguna vez. Me atranco. Es como si decidiese circular con un coche por un camino lleno de barro donde las ruedas se atrancan y me patinan. Mi escritura patina con el ordenador. Queda atrapada y como en bucle. Tengo textos abandonados por ese motivo. Desesperante. Ahora todo antes en papel. Porque lo paso mal en la arena movediza de la pantalla.

De manera manuscrita había empezado a contar que estaba en la biblioteca. Todos los viernes mi hijo y yo la visitamos. Ahora y en otoño, también en invierno y en verano. Gozamos. Hoy me acercaba con el propósito de tomar prestado un libro recomendado por Freire en su ensayo Hazte quien eres, que compré en Kindle. En el capítulo “Cincela el carácter” Freire aprovecha para contar que Wodehouse columbró y empezó a escribir Júbilo final durante su reclusión en un campo de concentración nazi. Permaneció solo un año, pero fue suficiente para idear esa obra. Me sorprendió el dato y consulté el catálogo de la biblioteca por si estaba: ¡estaba! Ahora tengo el libro junto a mi cuaderno y un ejemplar del diario Ideal, donde hoy, por cierto, mi amigo Javier escribe un artículo titulado “Épica”, en el que cuenta y manifiesta su amor y pasión por el Real Madrid.

Acabo ya porque las alcancé: 717 palabras. Y termino con unos versos de Salvago ofrecidos por Jorge Freire: Si algo enseñan los años / es que todo se acaba / Que nada, en este juego, / dura ni importa nada.

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