Lo de Roth era una locura. Cada vez que comenzaba una novela de Philip Roth, Langlois se alegraba de la decisión que había tomado años antes: ganarse la vida como profesor de Literatura. Lo de Roth era brutal, pensaba Langlois incansablemente mientras leía al americano. No terminaba de leer las primeras páginas cuando regresaba al principio para releerlas y saciar su imaginación. No deseaba salir de esas deliciosas escenas inventadas por Roth en Goodbye, Columbus, su primera obra. «¡Su primera obra!», exclamaba bisbiseando.
Langlois permanecía en esas escenas durante el día, recreándolas y contemplándolas sin agotarse, reflexionando por qué la escritura de Roth siempre le otorgaba más potencia a la imaginación que lo que pudiera ofrecerle cualquier otro artilugio, incluso cualquier pantalla y obra de teatro representada.
Seguía leyendo. Langlois se había propuesto mientras la leía, memorizar su comienzo, el comienzo de Goodbye, Columbus como si se tratara de una oración salvífica, de una oración propiciatoria que otorgaba a quien la rezase un poder de invención sublime:
La primera vez que la vi, Brenda me pidió que le sujetase las gafas; luego dio unos pasos, hasta situarse en el borde del trampolín, y miró la piscina con ojos de no ver nada; podrían haber quitado el agua, que Brenda, de puro miope, no se habría enterado. Se lanzó con mucho estilo y un momento después ya estaba nadando hacia el lateral de la piscina, con la cabeza de pelo muy corto, color caoba, erguida y estirada hacia adelante, como una rosa en lo alto de un tallo muy largo. Se subió al borde, deslizando su cuerpo, y en seguida la tuve al lado. «Gracias», me dijo, con los ojos acuosos, aunque no por el agua. Alargó una mano y recogió las gafas, pero no se las puso hasta dar media vuelta y echar a andar. Me quedé mirándola mientras se alejaba. De pronto, hicieron aparición sus manos, detrás de ella. Se agarró el fondillo del bañador con el pulgar y el índice y colocó en el lugar que le correspondía la carne que le quedaba expuesta. Me dio un brinco la sangre.
Comienzo de Goodbye, Columbus
Langlois pasó la primera página y pudo imaginar entera a Brenda. Esa capacidad que desplegaba Roth le abrumaba. Quería ser como Roth. ¡El gilipollas quería escribir como Roth! Y no desesperaba. De vez en cuando, su memoria le regurgitaba sin permiso una cita de Eliot: «Los viejos deberían ser exploradores». Y se iba a pasear, y mientras salía del portal de casa, recordando y rumiando la última escena leída, se le podía escuchar diciendo en voz baja «fetén, fetén, fetén». Tanta genialidad junta era como rezar. Y Brenda ahí, tan pronta y tan cerca, en su imaginación. ¡Brenda, ven! Y Brenda venía.
