El libro vendrá por sí solo

Ladislao regresó a eBiblio porque se quedó sin libros. Entre las desideratas que le procuraba la biblioteca pública y los libros digitales que le ofrecía esa plataforma digital, dependiente de la biblioteca, llevaba sin comprar libros un montón de tiempo. Esto era peligroso, sobre todo para Planeta. Quiso recordar cuál fue el último libro que había comprado y casi ni se acordaba. Fue el expositor de la derecha, ese que había cuando entrabas a la biblioteca pública, el que se lo recordó. Allí exponían las novedades que iba adquiriendo la biblioteca. Y allí estaba el libro que no hacía ni dos días que había comprado. Le dio coraje. Iba a devolverlo. Le daba igual La esfera de los libros, que lo había editado, pero le importaba su librero José Antonio, que lo estaba pasando mal. El mes pasado despidió a uno de sus dependientes. La librería era grande, pero empezaba a tiritar después de casi cuarenta años. Ladislao no iba a devolver Dormir con vuestros ojos, de Gabriel Albiac. No lo iba a hacer porque admiraba a su autor, que aún escribía los primeros borradores de sus textos, fuesen artículos o novelas, a mano y con pluma. Tampoco tenía intención de hacer la devolución porque a su esposa le gustaba leer con plazo largo y eso, con los libros de la biblioteca, era un engorro de fechas y renovaciones del préstamo. Además, ¡si lo había comprado para ella! A Ladislao no le gustaba la novela histórica y a Socorro le gustaban los vericuetos de los Sforza y la mala leche de los Borgia. «La madre que los parió, qué dañinos eran», como decía su amigo José.

Lo de Albiac le venía a Ladislao por YouTube porque de vez en cuando Ladislao se ponía el vídeo donde Albiac enseña su biblioteca y fardea de sus plumas y cuenta cómo escribe y cómo da estructura a sus textos. Ladislao se quedaba embobao viendo todo eso. Y todo esto fue lo que hizo que Ladislao se fuese a la librería y comprase lo último de Albiac. Bueno, y una reseña de Juan Ángel Juristo en el ABC Cultural que le había convencido. Pero ahí está el libro, en el rincón del salón, sobre una caja de esas de música que se ha quedado de adorno porque a su hija Adelaida se le ha olvidado cómo se tocaba, que ni se acuerda cómo era el pum pum ese. No obstante, a pesar de que a Ladislao no le gusten las novelas históricas sabe que el verano es muy largo y que no todo va a a ser tomar prestados libros de las bibliotecas, que habrá que leer alguno de los libros de casa que todavía no había leído.

Levantó el libro, lo giró, y leyó en su contra:

«1527. El sol del primer día del verano se va alzando sobre una Florencia devastada por la peste. Un hombre agoniza en su mansión al borde del Arno. Ha sido consejero de los más poderosos y amante de las más bellas. Solo en su lecho de muerte, el canciller Nicolás Maquiavelo trata de poner luz a lo que fue su vida. Evoca a damas por las que fue amado, a papas con los que negoció, a poderosos señores que no siempre estuvieron a la altura de sus proyectos. Un pasaje que no logra descifrar lo atormenta. En aquella confusa aventura, que empezó en 1499, se anudaron los tres nombres decisivos en su vida: la condesa de Forlì, Caterina Sforza, el papa Alejandro VI y su hijo César Borgia. Y un turbio regalo que llegó tarde a su destinatario: el retrato nupcial de Bianca Sforza, sobrina de Caterina, muerta demasiado joven. ¿Por qué era tan importante aquel encargo? ¿Qué destino de muerte habitaba ese exquisito retrato del maestro Leonardo que el canciller Maquiavelo entregó demasiado tarde?»

El último libro que Ladislao se ha leído era de eBiblio: Para ser escritor, de Dorothea Brande, publicado en Círculo de Tiza. No le interesó por el título ni por el esperado contenido, sino por quién lo editaba. Incluso pensó que si lo hubiese descubierto en otra editorial vendehúmos ni hubiese picado; pero era Círculo de Tiza y ese hecho hizo que confiase en que el contenido del libro no iba a ser un mojón. Confiaba en ciertas editoriales. No se le pasaba por la cabeza que la labor editorial de un sello se vendiera al mercado de manera rastrera. Sí, en esos términos se expresaba su imaginación, utilizando ese registro tan vulgar. La imaginación de Ladislao era singular. Se lo leyó en tres días y después, el otro día, le dijo a su hija Adelaida que se lo iba a releer porque de todos los libros que había leído sobre la cuestión era el único que le había despertado las verdaderas ganas de emular, por ejemplo, a Albiac. Le puso un cinco sobre cinco en GoodReads y esta misma tarde quedó consigo mismo para empezar a releerlo. Empezaría –lo tenía claro– por el bonito y entrañable prólogo de la escritora Marta Sanz.

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