

Dice mi hijo que los indios les gustaban las máquinas de escribir porque imitaban el «ruido del Mustang al galope». Le pregunto dónde lo ha leído y me contesta que en un cómic de Lucky Luke. Me lo creo, pero acude a la fuente. Página 29 del fascículo 2 titulado «Con la soga al cuello».
Gran parte de la Geografía e Historia de los Estados Unidos que él conoce se la ha proporcionado Lucky Luke. De hecho, tiene que conocerla suficientemente bien porque atesora cuarenta y tantos cómics de este personaje. Yo, con su edad, veía en televisión una serie de dibujos animados de Lucky Luke que echaban por la única cadena que había. Él me ha superado: se ha leído los cuarenta y tantos cómics con las aventuras del más rápido que su sombra.
Hoy no tenía pensado escribir sobre Lucky Luke. Ni traear al escaparate del blog a mi hijo, pero habíamos terminado de merendar (siempre meriendo con algún miembro de la familia) y estábamos en la cocina cuando le he dicho «oye, hoy creo que voy a escribir mi página diaria en al cocina». Como dice que hace Alberto Olmos. Leo mucho en la cocina, como dice que hace él. Escribir menos, pero hoy he torcido el destino. Tengo la máquina de escribir sobre la encimera, encima del lavavajillas. Ha terminado y sale un acogedor calor. Aunque algo inclinado, estoy escribiendo con agrado.
La escritura había comenzado a resultarme una actividad muy desagradable. Menos mal que he detectado a tiempo la desgana. Había dejado de escribir a ordenador. La causa ha sido, o una de las causas ha sido el remolino corrector, censor, hijoputa en el que te sumergías. Algo realmente desagradable. He recuperado cierta ilusión escribiendo a mano todo o casi todo, porque otra parte de lo que sale de no sé dónde lo escribo a máquina de escribir. Me va bien. Me va muy bien.
Con mi escritura no pretendo llegar a nada. En realidad, solo deseo percibirla. Incluso para conocer –porque ha dejado de importarme– cómo está, a qué temperatura sale de no sé dónde, como ya he escrito algunos renglones más arriba. No sé de dónde sale mi escritura, pero no me importa, no pretendo lograr nada. Solo pretendo –ya quiero algo de ella– lograr nada, es decir, solo pretendo percibirla. Percibir la escritura sin pensar en la escritura. Solo pretendo, si se me exige, que me acompañe.
Hoy he leído unos versos de Jorge Guillén que decían:
Gentes que me son extrañas: Esas que me creen solo Sin ver que tú me acompañas.
He localizado los versos en un librito que adquirí por un euro o así. Lo rescaté del suelo de un kiosko, el quiosco del Parque de la Victoria de Jaén. Está escrito por Joaquín Caro Romero, publicado en 1974 por la editorial Epesa en la colección «Grandes escritores contemporáneos» y que empecé a leer esta tarde porque –¡hacía años que no me ocurría!– he abandonado la lectura de un libro que cogí al azar de la biblioteca pública: «HL», de RMS. En la página 64. No me enteraba de nada, la trama estaba salpicada de nombres raros y distopía mojonera. Era el primer libros de R que leía. Está en peligro o existe un gran peligro: puede ser que haya sido el último del autor que haya leído. No obstante, en la página 57 del libro que versa sobre Guillén, se cuenta por qué JRJ dejó de hablarle. Qué vuelos los de JRJ. Lucky, pienso, sí hubiese sabido salir de la situación.
$Lºt$