Sarai Herrera es escritora y editora. Ha traducido y prologado Agencia general del suicidio (2017), de Jacques Rigaut. La genealogía del ciervo (Piedra Papel Libros, 2020) es su primer libro y lo componen siete relatos y un brillante prólogo de Sergio Chesán.
El primer relato titula al conjunto: “La genealogía del ciervo”comienza rasgando el silencio de una infancia de tormentos. Una infancia donde el chasquido del tiempo desprende lascas y chispas. Y las chispas, es lógica, prenden traumas, que arden. La muerte y la soledad de una lectora que entre pellizcos y alarmas contraincendios se le desencadena un terremoto entre las telas de, las telas de…, y su piel. De punta. De gallina.
“Un ojo, una lente, un dios”. Tres, o las tres de la tarde eran cuando la narradora de este relato recibe una imagen por WhatsApp. Quizá sea, el de la serie de los siete relatos, el que más perturba. Otra vez la muerte, que siempre y aquí más, es truculenta. Una mirada que turba porque viola una por una a todas las leyes de la Física, y de la Óptica. Una fotografía que se adhiere a tu imaginación como la costra de una herida. Decides arrancártela, aunque sangres. “La muerte era cíclica porque no existían los extremos, la forma de todas las cosas siempre era roma. Lo difícil no era morir, sino advertir que no había salida, que la vida volvía a comenzar la totalidad de las veces”. Esta vez no. Esta vez la muerte había demostrado que no era amor, sino roma. Quizá, el relato más perturbador porque el pretexto para inventar ha sido el atentando en Las Ramblas de Barcelona.
En “El ahorcado” la autora aprovecha lo que le cuenta su narradora. Su narradora comienza así este relato: “Mira ese árbol, allí fue donde tu tío se ahorcó”. “Siempre guardamos un sitio para un muerto”, aunque sepamos, como Miguel Hernández que, “aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté, escríbeme a la tierra, que yo te escribiré”. Un sitio guardado en la memoria que se atranca cada vez que… “La última vez que pasé por el bosque, el árbol no estaba allí, todo lo que quedaba era un tocón viejo y seco”. Pero es la manera de estar, poética del todo, sin máscaras, realidad contra las miradas. ¿No lo dijo ya Pizarnik, nos recuerda Chesán?: “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”, una visión distinta a la que tuvo tu tío.
“Sangramos por nuestros pecados” es el título del cuarto relato. Sigue la hemorragia en nuestra imaginación. Aquí brilla la cotidianidad redsocial y la narradora tiene madera de influencer. Aparece también otra puta madre de otro tiempo, que provoca que la hemorragia sangre con más fuerza. Hay madres buenas y madres hijas de puta.
Nunca hay quinto malo. Ni relato malo en esta serie. El quinto no iba a ser menos. “Masticación” rezuma originalidad en la elección del personaje, porque es divertido comprobar cómo este sostiene de verdad a toda la historia. Comidas, dientes, mondadientes y matanzas de manteca, sogas para amarrar a las bestias, esas gentes, que aplastan cabezas de gorriones con los pulgares y así, inane, atravesarlo con “el espetón”, cocinarlo y tragárselo. Bestias las gentes son qué.
Recuerdos forjados los del sexto relato. Vivencias crudas donde las palomas dejan de traer ramas de olivo para masticar asfalto, que les revienta el cuerpo contra el pavimento. Arrullaban, sí, las palomas arrullaban, y ese es el sonido, en forma estridente, que se fijó en tu imaginación. La memoria de la narradora entró en barrena hasta que expelió algo como “de este vientre golpeado alumbro sierpes que retuercen vuestros cuellos a la hora del crepúsculo”. No maltrates a los animales, ni a las gallinas pirocas. Yo voy con los débiles, de siempre.
En el último relato, la autora reúne la magia que supone destrozar las rutinas y los hábitos que nos han enterrado para saborear, por ejemplo, el aleteo de unas mariposas, y un silencio infinito.
La genealogía del ciervo desentierra la tristeza y expande el sufrimiento de una narradora que baila con el nihilismo y la hermosa juventud. Una juventud que ahora nos la recuerda Benn en ese poema que desgarra y que oculta la belleza de la vida: “La boca de una chica que llevaba ya tiempo en un juncal parecía roída. Cuando se le abrió el pecho, el esófago estaba agujereado. / Por fin, entretejido debajo del diafragma, / un nido apareció con crías de rata. / Una de las pequeñas hermanitas había muerto. / Las otras vivían a base de hígado y riñones, / bebían la sangre fría y habían / pasado allí una hermosa juventud. / Y rápida y hermosa también llegó su muerte: / las tiraron al agua todas juntas. / Sus hociquines, ¡qué grititos daban!”
Enhorabuena, Sarai.
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