A cien días de los trescientos sesenta y cinco días consecutivos escribiendo tropos, había que empezar de verdad a escribir tropos, y a experimentar.
Hace una tarde suave, tranquila. Cae un silencio intenso, continuo, interminable. Las mesas desiertas. De cuando en cuando suenan gritos infantiles en la biblioteca, y pasa la bibliotecaria envuelta en una manta de libros. Y las horas transcurren lentas, apacibles. R y B no han podido esta tarde merendar en el sitio acostumbrado. En el rincón donde están ahora, se miran a intervalos, y en largas pausas escuchan el canto de algunos pájaros vespertinos y el ruido grito de los niños. Una hora suena en la iglesia que hay frente a la biblioteca. Hoy no tocan a muerto, sino a campanada seca; se oye el grito largo y estridente de una niñita rubia.
B observa:
–Es extraño cómo ese grito parece más un lamento del infierno.
Y R replica:
–Observa esto: el grito de los niños, de los niños de las grandes ciudades, de Madrid, son rápidos, secos, sin destellos de idealidad. Los de las ciudades más pequeñas, de Jaén, son artísticos, eternos y tiernos, hasta melancoólicos. Y es que en las pequeñas ciudades se tiene tiempo, se quiere desaprovechar el minuto, se vive plácidamente.