Tropo 246: El castillo de Otranto

El castillo de Otranto, de Horace Walpole. Anaya, 1991. Traducción, apéndices y notas de Mª Engracia Pujals. Ilustración de Julio Gutiérrez Mas. De la biblioteca pública, registro 85972 y signatura J-N/WAL/cas. Libro que termino de leer el 29/12/19 a las 19.15 h. Domingo de Navidad por la tarde. Sillón y manta. 188 páginas. Califico 4/5 en GoodReads. Por este libro sé que es importante escribir los sueños y las pesadillas que te vengan en las siestas y por las noches. Walpole escribió más de cinco mil páginas de cartas, misivas, epístolas y correspondencia. A quien se las dirigía les pedía, les advertía que no destruyesen sus envíos, que los conservasen. Y así, más de cinco volúmenes de cartas tienen los ingleses de Horace Walpole. De hecho constituye la mayor contribución del autor a las letras inglesas y son una excelente historia político y social de la época, dicen los que saben de literatura inglesa del siglo XVIII. Es el primer título que leo del autor, que conste.

Pero en 1764 se echa una siesta y tiene una pesadilla que él mismo relata: «Tuve un sueño del cual lo único que recordé fue que me encontraba en un antiguo castillo y que al final de una gran escalinata vi una enorme mano enfundada en su armadura. Empecé de inmediato a escribir sin tener ni la más remota idea de lo que pensaba decir o relatar». Y así, durante los dos meses siguientes disminuyó la escritura de cartas y febrilmente, imagino, el 6 de agosto de 1764 ponía fin a esta interesante novela.

Interesante porque su comienzo es kafkiano, aunque habría que escribir que Kafka es walpoliano por el comienzo de esta novela. De hecho, esta novelita, escrita con casi cincuenta años –todavía no hay nada perdido, Blumm—, está considerada como la primera manifestación surrealista en la novelística inglesa.

No voy a revelar nada de la ingeniosa trama, pero lo que da de sí el encoñamiento de un príncipe, el de Otranto –ciudad situada en la misma tapa del tacón de la península itálica—, por la prometida de su hijo, Isabella. El hijo de Manfred, el príncipe, muere por causas kafkianas (walpolianas en realidad) en la página 3 del relato. Por eso revelo que muere. No reviento nada. A partir de ahí la fusión del género caballeresco con la novela contemporánea es divertida. Hasta me ha recordado –a ratitos— a El rey, de Donald Barthelme –obrita, por cierto, desternillante— por la extraña combinación de elementos. Que si un caballero y una piadosa heroína, un cuento medieval y unos criados malhablados y parlanchines, muy shakespearianos, lo cómico con pizcas de Las Mil y una noches. Un castillo gótico deslumbrante, con su desfile de fantasmas, recovecos con calabozos, conventos y fuerzas de la naturaleza que determinan a un precedente del héroe byroniano.

La novela tiene algunas fallas. Sí, pero ha sido el libro idóneo para un domingo vespertino de Navidad. Otro título más para recomendárselo a chaveas y a ancianos. Dejé de recomendar libros que no he leído. Bueno, nunca lo he hecho. Con este se acordarán toda la vida de Manfred y de mí, seguro.

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