“Lera eligió, desde sus primeros libros [Los clarines del miedo, 1958; La boda, 1959, son los más celebrados entre ellos] una vía lineal; unos planteamientos servidos por mecánicas directas. En las contiendas interiores para la determinación de las reglas conductoras de sus relatos optó por un realismo exasperado […]”
José María Alfaro en ABC, Madrid, del 30-XI-1973, p. 54
La novela preguntó a algunos de sus lectores que qué decían de ella y un primer lector opinó que uno. El segundo lector opinó dos y así un tercero y un cuarto, hasta cien o más. El tercero opinó tres y el cuarto, cuatro. Pero qué soy de verdad, ¿quién dice la verdad de lo que soy?, se preguntaba un poco amargada la novela. ¿Soy una novela que merece estar en los libros de literatura, en los manuales o por el contrario soy una novela más, un espumarajo singular del ego de un escritor? ¿Con qué fin me escriben? ¿Para qué destinan tanto tiempo en escribirme si después apenas tengo trascendencia? ¿Para revelar un secreto? ¿Para entretener sin más? ¿Para ilustrar un acontecimiento pasado? ¿Para satisfacer la pulsión de la escritura de alguien que no es capaz de contenerse, que le da todo lo que pide a esa necesidad fruto de cierta vanidad? ¿Para hacer arte? ¿Para mostrarme como pus de la sociedad? ¿No tiene en qué mejor emplear su tiempo? ¿Escribir realmente es un trabajo? ¿Para demostrar que la combinación de setenta mil palabras, es mi caso como novela corta, produce un efecto vertiginoso y placentero en el cerebro del lector? ¿Qué pretende decir un escritor conmigo, cuando me escribe, me envía a una editorial y un editor, puta del mercado, me edita y me vende? ¿Para qué me escribe? ¿Para qué todo? ¿Para comer, vestirse y comprarse un teléfono móvil con el que tuitear «Abro hilo»? ¿Para acumular el dinero que vosotros, lectores, os vais a gastar en comprarme? ¿Compiten los escritores entre sí? ¿Para escribir la realidad? ¿No se ve, no se palpa? Yo, El hachazo, de Gregorio Gallego.