–¡Ta, ta! –dijo Sancho—. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
–Ésa es –dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el universo.
–Bien la conozco –dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí a más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la Triste figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.
Don Quijote de la Mancha, Capítulo XXV (1603)
Alquilé aquel quinto piso cuando Malvina y yo creímos que nuestra pasión sería eterna. El edificio era nuevo y disponíamos en él de ocho habitaciones, en cada una de las cuales cabía una persona de pie y, si no era de exagerada estatura, podía extenderse a lo largo del suelo, aunque no a lo ancho; después nos habituamos a dormir de costado y conseguimos introducir en un cuarto interior un armario que, quizá por haberse dilatado un par de centrímetros, nunca más pudo ya salir de allí. El trastorno más serio nos lo produjo el tener que despedir a la cocinera, demasiado gorda para caber en la cocina y a la que en los primeros días hubo que lubricar, como a un émbolo, para que pudiese girar menos dolorosamente entre aquellas cuatro paredes.
Wenceleslao Fernández Flórez en El hombre que compró un automóvil (1932)
La hija del mesonero se llama Sumpika. Es una gorda exultante, maciza, que se pasea entre las mesas sin recato. Sus pechos, realzados por el corsé, desbordan frente al rostro de los hombres. Sus pezones están tintados de carmín rojo. Quizá por eso la piropean y le recitan versos de Schiller, que aquí son el padrenuestro de las mesoneras alemanas. Sumpikca agita frente a su rostro una ridícula estola de plumas de avestruz, se contonea como un botijo rozando los brazos de los hombres. Se muestra solícita con ellos, receptiva. A pesar de su esfuerzo, rezuma un odio indecible hacia esos bárbaros que la cercan y la manosean, que durante unos segundos la ensalzan a categoría de venus, aunque es gorda y triste, aunque ellos lo sepan, aunque sus piropos nazcan, precisamente, de su necesidad de humillarla, de poseerla a través de la humillación. Su vida podría resumirse entre mesas, entre esos borrachos que ahora la empujan. Pero la ilusión que provoca la embriaguez la libera de su esclavitud. Sabemos que duerme en el cuarto trasero, cerca de la leñera, junto a los puercos. Allí tiene una gran bañera de hierro esmaltado. Debajo de de la bañera ha puesto un pequeño infiernillo para caldear el agua. Y encima de la bañera, hemos visto un dosel sobre el que hay toneladas de plumas blancas. Sumpika pasa las tardes completas enjabonándose, perfumando el agua con sales, acicalándose y perfilando las aerolas de sus pezones. Ante el espejo, mientras se desnuda, come fruta. Pomelos y guayabas que disparan sus índices de serotonina, cuyo jugo resbala por sus manos y por sus codos hasta gotear (en chorreras naranjas y espesas) hacia la cara interior de sus muslos. Escondidos, al otro lado de la puerta, la oímos orinar, echarse cubos de agua, disfrutar del aseo.
Ignacio Ferrando en Nosotros H (2015)
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