En la biblioteca, los viernes y hoy, en la hemeroteca de la biblioteca que visito los viernes por la tarde, hay lectores que leen con la cabeza torcida rascándose y arrancándose las fórfolas. Qué asco. Lo que quiero decir hoy, como decía Ricardo F. Colmenero en uno de sus artículos de Literatura infiel, lo podría decir en una sola frase, pero hoy quiero extenderme. Y podría decirlo con un solo enunciado, incluso con una sola palabra: nocaut.
No sé si ustedes se han dado cuenta de que Twitter se parece cada día más a una patota. Patota es una palabra que he descubierto hoy y que no desentona con Twitter. Es más, si algún alumno la incluyera en algún ejercicio dentro del campo semántico de Twitter se la daría por buena. Nadie puede negar que en Twitter, últimamente, hay demasiado gamberro, incluso escritores que están perdiendo toda potencia de ser leídos -por mí, claro; y por otros, clarísimo-. Es un fenómeno curioso. Tendré que hablar algún día sobre él. Es más, aprovecho y silbo un poco, si yo fuese escritor, no me expondría mucho en Twitter. Si antes pensaba que sí, ahora pienso que no. Soy de los que cambian de opinión siempre que encuentro argumentos que superan a otros argumentos como si entre ellos estuviesen compitiendo. Y me quedo con los que ganan. Es una manera de forjar juicio crítico y no juicio virtual. Cambiar de opinión siempre si entra un chorrito de razón es bueno, sí. Cambiar de pluma, caballo y mujer, menos. No lo practico. Pero me desvío, siempre me desvío. Se llama recursividad. Es lo que nos diferencia de los monos y de otros tantos animales, incluso de los gatos y perros, créanselo. Que se desnude un escritor en Twitter me recuerda aquella ley de Robert Greene en un libro curioso: Las 48 leyes del poder. En una de ellas venía a decir algo similar a que había que usar la ausencia para adquirir prestigio; o algo así. Prestigio y honor, sí, eso era. Estar en Twitter mancha el prestigio y el honor. En fin, daría para otro tropo. Pero no quería hablar de los desnudos al sol de Twitter de nuestros escritores, sino de Pedro F.

Pedro F. es un conocido que me ha contado que dejó Twitter hace dos semanas. Que dejó Facebook y que va a dejar Instagram. Hasta aquí, bueno, a todos nos dan esas ventoleras de vez en cuando. Pero me ha dejado nocaut cuando me ha dicho que ha vendido su iPhone 7 y que con el dinero que le han dado, unos trescientos y pico euros, se ha comprado un teléfono simplicísimo (para llamar a los bomberos si ve fuego) y atención, atención, se ha suscrito a tres periódicos en papel que recibe en su casa: El País, El Mundo y el ABC. Envidio a Pedro F. Que quiere recuperar su vida y las esencias, me dice. Que si bien había conocido a gente interesantísima en las redes sociales, ya tenía los bolsillos llenos. Que echaba de menos cuando subrayaba algunos pasajes de editoriales y artículos de algunos columnistas. Que lo va a probar durante un año. Y que me cuenta, dice.
Acabo. Abro La locura juega al ajedrez, de Enrique Anderson Imbert, un libro que estaba hoy en la mesa de expurgos de la biblioteca. Lo abro al azar. Creed. Al albur mejor. Lo prometo: “Qué placer, qué placer! El alma se ha multiplicado por sí misma y, desde la perspectiva privilegiada del entusiasmo, descubre el mundo. Más: en cada una de las cositas del mundo descubre una flamante cualidad. ¡Alegría!”. Nocaut.