Stephen el héroe (Lumen, 1978) es un libro de James Joyce que dio origen a Retrato de un artista adolescente y que te hará perder la fe en siete horas, que es lo que se tarda en leerlo. No dudo de que perderás tu fe cristiana si es una fe débil y mal afianzada. Ya, si no la tienes, partes con desventaja. Has de recuperarla, no alimentarla, leer Stephen el héroe y perderla. Sí, has de trabajar un poquito más. Pregúntate entonces, ¿es pereza o ateísmo lo tuyo?
Stephen el héroe comienza con una declaración de intenciones: el protagonista quiere llenar su granero léxico porque su afán en la vida es dotar a todos y cada uno de los pensamientos de palabras pertinentes, ajustando el significado y significante al máximo. Quiere palabras y por ese motivo se pasa las tardes paseando por la ciudad, camino de la biblioteca, leyendo del derecho y del revés todo texto que le sale al paso: carteles publicitarios, señales, escaparates. Pero las palabras traen argumentos y los argumentos sirven para desmontar lo que está mal construido. Vamos al grano: la religión.
Se trataba de perder la fe. Joyce ridiculiza la fe del cristiano irlandés en esta novela. El uso y abuso del ridículo unido a las ácidas dosis de sarcasmo y cinismo tienen como fin evidenciar las incongruencias, no de la religión católica, ojo, sino de quienes se llaman católicos y son en realidad medio católicos y por tanto no católicos. Es decir, la historia de siempre, los matices de todos los siglos que se enfocan en las actitudes y los comportamientos de personajes que van a medio gas en esto de convertirse y creer en el evangelio, desde obispos que faltan a la caridad porque se mueven por envidia hasta jesuitas ramplones que alimentan al ateo con sus sinrazones; también los amigos de Stephen que lo acompañan cada tarde a la biblioteca de la ciudad, pero estos menos, a pesar de lo que le diga su madre.
Stephen, el personaje principal, lucha con las palabras y los argumentos contra la religión católica en Irlanda. Y lucha contra el patetismo y las hipocresías de una religión que no es vivida sino que solo se transmite de padres a hijos sin más razón que esa, “soy tu padre y haces sin pensar lo que te diga”. Y así, se crean monstruos, monstruos que critica Joyce. Así no se vive una religión porque llega el vicio, pero gracias a Dios, aparece Joyce para denunciar tantísima hipocresía y sinrazón.
Joyce, recuerden, fue un tipo que estudió con cierta profundidad a Giordano Bruno y a santo Tomás de Aquino. Lo que demuestra con esta novela es que la fe sin práctica ni formación se pierde y se pudre. Y dos: cuando la fe se vive mal, de manera incongruente, viciada y de manera estanca, no impregnando toda la acción vital, suele ser carnaza para quien desde fuera, como Joyce y el ateo de turno, poco o nada conocedor de la misma (bueno, alberga todavía esa imagen infantil de lo que era la Iglesia católica cuando recibió la primera comunión) viene a quedarse para criticarla. Y con qué ferocidad lo hace. Pero estamos acostumbrados.
Stephen el héroe plantea el problema de siempre: el asunto del homo cristiano que practica vía consuetudinaria su religión. Ese homo que cree sin más y que renuncia a forjar una fe sólida alimentada, no solo por la convicción y la fe del carbonero, sino que la robustece con estudio y formación, práctica y oración, reflexión y aprehensión. Esa persona que baila al vaivén de la tradición y de los siglos, y que dejó de formarse con doce años, nada más recibir su primera comunión o la confirmación, es la que ridiculiza Joyce en Stephen el héroe. Ese tipo que dejó de estudiar su fe para comenzar a rezar solo en Semana Santa y que frecuenta los sacramentos según el frío que haga y los domingos a misa, pero si no hay resaca. Esa es la carne putrefacta de la Iglesia católica, que solo es apta para las hienas, y para que los agnósticos y ateos, ese tipo de hombres Caín, siempre sin colmillos, puedan entretenerse masticando y tragando hasta saciarse. Pero no desgarran.
Y qué más. Dejemos de hablar de religión. En Stephen el héroe también se subraya el intento de Joyce por sacar al personaje de lo establecido, de la tradición, de lo consuetudinario. Por eso critica todas aquellas acciones que encauzan a los personajes a hacer lo que se hace siempre porque se ha hecho siempre y que da sentido a ese modo de vida funcionario.
Pero, me preguntaba, para divertir a mi seso, ¿qué puede existir de verdad en un texto que es ficción, siendo la ficción una forma de mentira? No es el argumento con el que quiero acabar, pero esta novela de juventud de Joyce critica todo aquello que no es puro, y lo puro, para Joyce, para este Joyce joven, era lo que había admirado y estudiado en autores como santo Tomás de Aquino. Joyce en realidad era un tomista convencido, pero un tomista que perdió la fe porque no supo, ni quiso ni lo pretendió, acomodar su razón a las exigencias de la fe que los miembros de una Iglesia católica reflejaban.
Joyce no tuvo más remedio que minar y ridiculizar las costumbres de una sociedad enraizada en un cristianismo tibio, y por tanto, repulsivo. Porque recuerden, si no eres frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca. ¡El Apocalipsis!
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Un comentario en “Perder la fe en siete horas”