Por eso a veces me tienta colgar textos en internet, porque allí prometen tener una existencia continua

«Diez. Hace varios años comencé a publicar un blog. Un poco de manera inconstante, o descuidada, o las dos cosas a la vez; y creo que lo sigo haciendo de ese modo. Pero su presencia, siendo lateral y a veces extemporánea, cambió en su momento la forma como entiendo mi propia escritura. Este blog consiste en una serie de escritos de distinta índole. No lo tomo como un sitio donde colgar opiniones o anunciar cosas relacionadas con mis libros. Aprovecho el espacio gratuito y las plantillas predefinidas para poner fragmentos textuales, ensayos y escritura dispersa en general. Los comentarios no están activados y tampoco hay enlaces a otras páginas. Es de algún modo un sitio un poco autista, o que pretende ser lo más silente posible.

Si bien en un primer momento tomé el blog como una plataforma de lectura, más tarde fui plegándome a esa presencia y temporalidad particulares que, si no impone, sin duda propicia a partir de la permanente somnolencia de lo que aparece escrito.[1]

Mi impresión es que por un lado está la letra impresa, publicada en su mayor parte bajo el formato libro, para decirlo de un modo genérico: me refiero a publicada sobre papel. Y del otro lado está la letra virtual, visible si uno se sirve de las pantallas digitales. La letra impresa asume obligadamente una presencia fosilizada; los libros componen un cementerio visitable en las bibliotecas, pero ya bastante enmudecidos simbólicamente debido al estatuto definitivo de su materialidad. Ciertos típicos avatares físicos, por ejemplo la declinación del papel y otras consecuencias del paso del tiempo, son cosas que hablan de la caducidad de estos objetos, que por su naturaleza, sin embargo, postulan una gran estabilidad: cuanto más corren el riesgo de desagregarse, más contundentemente material parece ser su presencia.

En el blog asumo que puedo ser el editor de mí mismo, de un modo tendencialmente distinto a mi rol o lugar cuando se trata de originales. La página en internet me permite sortear el formato libro y otras unidades relacionadas, como también poner en combinación textos con diferente rango de existencia física. Nada impide, por ejemplo, titular del mismo modo fragmentos textuales de una novela y fotografías de fragmentos manuscritos del mismo texto. La imagen del «original» caligráfico es más aúrica que el texto correspondiente, pero la escritura virtual asume una presencia más enigmática, diría candorosa o autosuficiente, que la protege de los entuertos físicos.

Como objetos inertes a la espera de la clave que los reviva, los textos virtuales encuentran refugio en un páramo que les promete inmutabilidad —a diferencia de los textos impresos, encadenados al tiempo y a las condiciones físicas debido a su naturaleza tangible—. Por ello es tan distinta la condición disponible de ambos tipos de textualidad. La textualidad digital (me refiero al texto sobre la pantalla plana, sin mayores marcas de diseño, como si se tratara de un chorro de letras inevitable y groseramente organizado por un ancho pautado por la pantalla) sostiene una promesa de permanencia sin cambios. A veces latente y a veces directamente somnolienta, la escritura electrónica concede un acceso a primera vista constante pero siempre equívoco. Por su parte, la escritura impresa tiende a descansar de otro modo, en otro tipo de páramo: el de las jerarquías y las huellas ciertas, propio de la impresión gráfica, de los archivos, catálogos o clasificaciones, y de la organización material de las cosas.

En un punto, creo que se llevan mejor con mi escritura los atributos de la presencia electrónica que los atributos de la presencia física. Por eso a veces me tienta colgar textos en internet, porque allí prometen tener una existencia continua que en apariencia se desentiende de los avatares terrenos. Una promesa de olvido y persistencia al mismo tiempo.»

[Sergio Chejfec en las páginas 48, 49, 50 y 51 de Últimas noticias de la escritura, publicado en Zaragoza el 27 de septiembre 2015 por Jekyll & Jill editores.]

[1] En este sentido, me parece completamente adecuada la metáfora del alojamiento con que se designa la asignación de espacio y memoria en los servidores. Hay algo medio avieso y parasitario en disfrutar de alojamiento. Remite a una forma de inercia, o de existencia clandestina, en todo caso fluctuante entre lo sigiloso y lo furtivo: todo alojamiento es en general provisorio —porque si no lo fuera lo llamaríamos de otro modo—, y por lo tanto resulta sospechoso. Extraña sensación la de tener el propio texto «alojado» en un sitio, como si fuera una presencia momentánea, aunque de hecho esa presencia se pueda perpetuar, por su misma condición abstracta, indefinidamente.

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