A su cerebro le faltaba vinagre

Subyugado:

«¿Y qué pasaría si vivieran todos siempre juntos y felices? Una posibilidad extremadamente improbable. ¿Qué era lo que prohibía en su cerebro semejante felicidad? Su cerebro decía demasiada felicidad, pero, en último extremo, un cerebro no es más que un cerebro, aunque se trate de un cerebro excelente, un cerebro rebosante de glucosa metabolizada con aspecto de crema quemada que lo mantenía en funcionamiento, aunque con poco vinagre. A su cerebro le faltaba vinagre. Por las mañanas, Simon bebía vinagre en botellas supuestamente vendidas como vino blanco y esencia filosófica de París, donde, por cierto, una simple botella de quince francos era excelente, lo mejor que había bebido en la vida. En Suiza, en verano, en Zurich y Basilea, había probado un tinto frío que tampoco estaba nada mal, toda una experiencia pedagógica, pese a lo cual por nada del mundo viviría en un país tan ferozmente pulcro. En Zurich, las prostitutas eran cebras elegantemente vestidas, representación del más extremo blanco y negro, piezas de un mobiliario callejero tan ornamental como los severos e impecables policías o los escaparates de la Bahnhofstrasse con sus excesos de oro centelleante al otro lado de cristales blindados. Para nada quería un reloj, ni unos gemelos, ni un servicio de café con baño de oro, por lo que estaba en franca desventaja. ¿Y qué haría con aquellas mujeres? ¡Enviarlas a la Escuela Superior a estudiar arquitectura! Había un número creciente de mujeres en la profesión. Por las noches, frente a la chimenea, el grupo podría disertar beatamente sobre los parteluces y, agotado el tema, afrontar el de los revestimientos para, a su vez, atacar con todo entusiasmo los problemas del presurizador de cemento armado. ¡Una felicidad inenarrable!

Alguna quedaría embarazada. Todas quedarían embarazadas. A los setenta años tendría que lidiar con ataques de paperas y salidas de dientes. Los niños se llamarían Susanah, Clarice y Buck. Al atardecer, saldría con una pelota a jugar con Buck en el jardín. Chutaría y la pelota daría un par de botes ridículos sobre el césped. Entonces el pequeño exclamaría en tono lastimero «¿Es que aquí no hay nadie capaz de jugar al fútbol?»».

[Donald Barthelme en Paraíso, Anagrama, 1988, páginas 83 y 84]

 

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