Llegó otra vez la muchachita de siempre, interior toda ella, que no es ni una musa ni una nena sino una voz interior que me recordaba, después de leer El retablo de no, que «los trucos de siempre están muy manidos, y en mi opinión el lenguaje ha de encontrar nuevas maneras de tirar al lector. Y mi convicción personal es que tiene mucho que ver con la voz, y con una sensación de intimidad entre el escritor y lector. Esa es, dadas la atomización y la soledad de la vida contemporánea, nuestra entrada y nuestra oportunidad. Hablamos de una transacción muy especial, y hay diecisiete maneras de hacerla»[1].
Ninguna pregunta sobre literatura es estúpida. Por ese motivo cuando terminas un libro como El retablo de no, de Luis Rodríguez (Tropo Editores, 2017), te preguntas qué es la literatura sino un juego de interpretaciones múltiples. Con esta obra tienes donde interpretar.

Mi relación con el autor es epistolar (mecanográfica, manuscrita y electrónica). Aquí no vamos a engañar a nadie. He leído toda la obra de Luis Rodríguez y podría aplicar en cada libro suyo las palabras que David Foster Wallace me presta para encabezar esta entrada. La escritura de Luis Rodríguez no es manida. La escritura de Luis Rodríguez siempre tira al lector en algún pasaje o en todos los párrafos, lo desplaza, como decía mi otro amigo eLe: La literatura que a mí me interesa no me tiene que gustar (o sí, pero no necesariamente), ni siquiera me tiene que interesar (o sí), ni la tengo que entender (o sí). Lo único que le pido a una novela o un relato es que me desplace un centímetro, al menos un centímetro de donde estoy; que, créeme, no es poco viaje.
Y sí, leer El retablo de no ha sido una transacción especial y un divertido desplazamiento de más de un centímetro.
¿Cómo surge una novela así? ¿Cómo sería la chispa que originó El retablo de no? Imaginemos un poco y dejemos que la conciencia y la ficción se unan. Si tienen dudas, recuerden, insisto, ninguna pregunta sobre literatura es estúpida.
No voy a equivocarme si escribo, y hasta afirmo, que El retablo de no parece escrita por una persona a la que le hubiese hecho ilusión asistir a los ensayos de Hamlet, donde éste fuese interpretado por un actor de cierta edad. Imaginen a Luis Rodríguez visitando Madrid para asistir a los ensayos y conversar con los actores entre bambalinas y bastidores, donde «crepitarían» conversaciones ricas en torno a la obra y en las que Luis, imagínenlo, tranquilizaría a los actores diciéndoles que no se iban a reconocer en la novela que iba a escribir. Imaginen, insisto. Es importante imaginar en gerundio. Él solo estaba allí para “documentarse”, les diría. Su único objetivo era pasar un mes asistiendo a los ensayos para escuchar medio millón de veces un texto como Hamlet y ver qué salía. ¿Se lo han imaginado? Recuerden, ninguna pregunta sobre literatura es estúpida. Es importante que se las hagan después de leer El retablo de no.

Pues bien, imaginen que nuestro escritor se rompe una pierna —Dios no lo quiera— y no puede realizar ese viaje a Madrid. Impedido para asistir a los ensayos de Hamlet, es evidente que ya no podrá escucharla medio millón de veces, como quería, ni tomar café con Claudio y Horacio, con Laertes y Polonio, con Bernardo y Reinaldo, con Ofelia y La Sombra. Así, todo desbarajustado, no le quedará más opción que volver a tomar su manoseada edición de Hamlet y leérsela una enésima vez. De este modo recordaría cómo cayó en trance a pesar de que en esa primera lectura le resultaría harto desagradable porque imaginó a un Hamlet antipático, que parecía un tonto del culo, una mierda de amigo, de novio, de hijo, un gilipollas y un mal tipo. Imaginen, imaginen. Y el escritor, que sigue siendo Luis Rodríguez, sumergido en estas reflexiones, pensó que el peso del pasado aplastaba a Hamlet y decidió crear un personaje que construiría su pasado para constituir y construir su presente. De esta manera escribió El retablo de no. ¿Me permiten esta conjetura sobre la escritura de El retablo de no?
Pero, ¿qué es El retablo de no?
Siempre han de existir razones inteligentes para argumentar por qué nos gusta o nos disgusta una obra de ficción, cómo funciona, qué pieza es clave en ella y cuál sobra. De esto va la crítica literaria que aquí no sabemos hacer, advertimos. Debido a esa incapacidad para escribir de una manera clara y persuasiva sobre El retablo de no, no desmontaré este libro; me llevaría más tiempo del que dispongo pero lanzo la primera pregunta, recuerden, no hay preguntas estúpidas en literatura: ¿no es ya esta afirmación, no disponer de suficiente tiempo, una cualidad de El retablo de no?
Pinceladas. La forma me fascina (razón más que suficiente y no sé si inteligente). Dos versiones, una de veinte mil y otra de diez mil palabras. Ironías con jugo, que juegan con palabras; mismos juegos de palabras, que juegan con sus significados; comparaciones sublimes como las de la página 42 —versión larga—: El problema es que la puta sentencia de Shakespeare se me convierta en un trombo, que ese trombo impida que me lleguen las palabras al cerebro, y yo, actor, muera. Una escritura que construye unas imágenes de gran riqueza, al detalle. Otro ejemplo: Laertes se figura que le arranca un ojo con un simple tenedor. Laertes pone el ojo entre la mesa y la palma de la mano y lo rueda como cuando convertimos en bola una miga grande de pan. Un minuto. Mira a su amigo sin ojo; ahora posa el ojo sobre los dedos, cierra la mano y lo dispara con el pulgar igual que una canica. El ojo cobra vida, mira hacia arriba, hacia el rostro de su dueño; añora el nido. Parece que el ojo suda, a juzgar por el casi invisible hilo de líquido que va dejando en la mesa a medida que se mueve de un lado a otro, inquieto porque la barbilla le impide divisar la cuenca vacía. El ojo, seguramente por instinto, sabe que su hogar está ahí arriba, lo intuye, pero no lo ve ¿? Al cabo de un rato, el ojo asume el sinsentido de su vida, se dirige al borde de la mesa y se arroja al vacío. El amigo continúa hablando.
Supera eso.
Y además, pizcas de metaliteratura donde Lope de Vega, o de metapintura donde el Greco y Caravaggio… Supera eso también. El personaje principal se cuece sobre José Ángel Marín Tello, que es un tipo con una animi natura brutal, de calaña definida y talante muy bien perfilado. Recuerden que José Ángel, el protagonista, quiere satisfacer el deseo del escritor, de Luis Rodríguez, para ser un personaje que construiría su pasado para constituir su presente con un narrador que ni es Luis, ni José Ángel lo conoce. Supéralo por tercera vez, todo. Si tienen dudas, pregunten: ninguna pregunta sobre literatura es estúpida.
Pero yo, y acabo, tengo una teoría sobre El retablo de no. Una teoría que aquí no voy a desarrollar; no te has leído el libro. Cuando decidas leerte la novela donde viven los personajes que descubren la cuarta persona gramatical, yo, tú, él y cuarta, o no, seré capaz de exponerles mi teoría sobre El retablo de no. En tres actos, si quieren. Hasta soy capaz de susurrarles quién es Aníbal, el que no.
HAMLET.—¿Y si respondo que no?
A partir de mañana, 27 de marzo de 2017, El retablo de no estará disponible en tu librería habitual. O en la web de la propia editorial Tropo Editores (por echar un cable a la edición independiente). Es una recomendación de lectura que me atrevo a sugerirte. Vas a disfrutar leyéndola, contestes sí o contestes no, Aníbal.
[1] Es la primera nota a pie de página que permito entrar en el blog. La cita se extrajo un día de marzo de 2017 de la página 126 de Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo, de David Lipsky, Pálido Fuego, 2017. Libro que también recomiendo comprar, leer y releer.
Hay algo en lo que has escrito que me hace añadir ese libro a «Pendientes». Tu amigo eLe tiene una visión muy singular de la literatura: me gusta.
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Sin duda será un libro que roa, roiga o roya tu yo, tu orgullo; te demostrará que la literatura es más que un yo. Te animo. Léelo y hablamos, vagabundo.
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Interesante fragmento. Luis R escribe muy bien. Me recuerda un poco al Benet de En el Estado, una de las obras más ignoradas de Benet.
Un saludo
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